Fue el 18 de enero de 1970. Aquel no era un día cualquiera. Sobre mi cama una camiseta de algodón blanquiazul, con pantalones azules y medias a rayas que días antes los Reyes Magos habían tenido a bien regalarme. Apenas terminar de comer en casa, me enfundé mi equipación.
En la espalda, y en rojo, el número 5 de Arias, mi favorito. Mi madre cubrió mi infantil y agitado cuerpo con un abrigo de lana. Mi padre arrancaba su Montesa roja. La mañana había decorado el pavimento con una lluvia que desapareció al mediodía, pero en los aledaños de la Rosaleda el barro dormitaba al acecho.
Afortunadamente, la caída no tuvo más consecuencias que un poco de fango en los bajos del gabán y en las suelas de mis botas negras, de punteras blancas y cordones rojos, oriundas de Zulaica.
Me recompuse del mal rato y me llevé el segundo: Arias no jugaba. Detrás de la portería de Fondo, mi padre gritaba al capitán. Martínez me cogió de la mano y me llevó al centro de aquel coliseo de sólo una tribuna y grandes carteles de Fanta en sus esquinas. Y me hice la foto con el equipo, y Pons zarandeó mis pelos, y le chuté a Goicoechea. Y aquella noche, un niño malagueño durmió con una sonrisa de oreja a oreja. El Málaga ganó 2-0 al Ferrol con una alineación que aún recito de carrerilla: Goicoechea, Montero, Martínez, Chuzo, Monreal, Viberti, Pons, Conejo, Cabral, Wanderlei y Búa.
Y en medio, en esa foto que aún cuelga en mi casa, un niño mira al fotógrafo con pose futbolera. Sólo tenía 7 años y ya había “debutado” con el equipo de sus sueños, sin imaginar que algún día tendría amigos entre los jugadores y técnicos del equipo. Pero esa es ya otra historia.